La nueva estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos hecha pública esta semana y el discurso pronunciado por el presidente Donald Trump el lunes para anunciarla constituyen una advertencia sombría para la humanidad de que el imperialismo estadounidense está firmemente encauzado hacia una tercera guerra mundial nuclear.
Mientras que el documento ha sido en gran medida obviado por los supuestos oponentes políticos del mandatario en el Partido Demócrata y recibido relativamente poca atención en los medios tradicionales, los ideólogos imperialistas más reflexivos han notado el tremendo alcance de los cambios presentes en el documento.
Escribiendo para el Wall Street Journal, el historiador Arthur L. Herman, declaró que la estrategia de seguridad nacional de Trump pregona un “profundo brinco atrás al mundo previo a 1917: una palestra internacional anárquica en la que cada Estado soberano, grande o pequeño, tiene que depender de su poderío armado” para su seguridad.
“En esta nueva época”, escribe Herman, “el derecho del más fuerte inevitablemente predomina”. Sólo importa el poder, y “las principales potencias inevitablemente dominarán a las pequeñas”.
Herman añade: “Este es el mundo de Otto von Bismarck, quien dijo en 1862: ‘Las grandes interrogantes de hoy día no se solucionan con discursos y decisiones de la mayoría… sino con hierro y sangre”.
Un editorial del mismo diario aplaude la realpolitik sin ambages del documento, particularmente su nombramiento de China y Rusia como “potencias revisionistas” que procuran “desafiar el poder, la influencia y los intereses de Estados Unidos”. Con un júbilo que encuentra su mejor paralelo en el belicismo que absorbía a las clases gobernantes en vísperas de la Primera Guerra Mundial, el Journal elogia el documento como “una corrección importante a las afirmaciones de buen clima de los años bajo Obama” y sus proclamaciones “de que las mareas de la guerra retrocedían”.
La prensa internacional también expresó conclusiones de gran alcance a partir del documento. Brendan Thomas-Noone declaró en el Australian que, pese a la “incertidumbre” respecto a la Administración Trump, el nuevo documento devela, a más largo plazo, “un giro en el consenso de la política exterior estadounidense de la integración económica global a la competencia entre las grandes potencias”.
Continúa: “La estrategia de seguridad argumenta que EUA está entrando en una era de competición entre grandes potencias contra Estados ‘revisionistas’ —China y Rusia—. Por varias décadas, la política estadounidense ha sido vincularse con estas potencias, incorporándolas a instituciones internacionales e integrándolas en la economía global. Se pensaba que esto, como la misma estrategia lo pone, ‘los convertiría en actores benignos y socios fiables’. Indica además que, ‘por la mayor parte, esta premisa terminó siendo falsa’”.
A medida que los demócratas y sus aliados en la prensa han dirigido alguna crítica, ha estado enfocada en el fracaso del documento y el discurso de Trump en denunciar explícitamente a Rusia por su presunta “injerencia” en las elecciones del 2016. Tales críticas en realidad solo tienden a robustecer el carácter belicista general de la política oficialista. Lo que objetan es una mera nimiedad táctica sobre si los preparativos de guerra de EUA deberían priorizar a Rusia o China.
Hecha obligatoria por una ley promulgada en 1986, la presentación anual de la estrategia de seguridad nacional (NSS, por sus siglas en inglés) de la Casa Blanca al Congreso ostenta delinear “los intereses, las metas y los objetivos globales” de Washington y exponer “los usos de corto y largo plazo de los elementos políticos, económicos, militares, entre otros del poderío nacional” para alcanzarlos.
Si la más reciente NSS y el discurso de Trump provocaron pocas críticas substantivas, sin duda se debe al fuerte factor de continuismo de la estrategia estadounidense durante el último cuarto de siglo desde la disolución de la Unión Soviética por parte de la burocracia estalinista y la proclamación de Washington de un nuevo “momento unipolar”.
En esencia, dicha estrategia ha estado enraizada en la conclusión que la liquidación de la URSS libraba al imperialismo estadounidense de ciertas restricciones en la fuerza militar que podía utilizar para avanzar sus intereses globales. Las capas predominantes de la burguesía estadounidense adoptaron una estrategia basada en la ilusión que el cometido de contrarrestar el declive relativo del dominio del capitalismo estadounidense a nivel global podía ser abordado empleando activamente la supremacía militar del país.
Esta postura militarista no era una manifestación de la fuerza del capitalismo estadounidense sino de su degeneración y del temor en la burguesía de que el aclamado “Siglo Americano” podría estar llegando a su fin.
En 1992, el Pentágono adoptó una “Guía para el planeamiento de la defensa” resaltando las ambiciones globales hegemónicas de Washington. Señalaba:
“Hay otras naciones o coaliciones potenciales que podrían, en un futuro, desarrollar objetivos estratégicos y una postura de defensa de dominio regional o global. Nuestra estrategia tiene que reenfocarse en prevenir la aparición futura de cualquier competidor global potencial”.
En los años noventa, la implementación de esta nueva política tomó la forma de la Guerra del Golfo Pérsico y la brutal intervención para dividir Yugoslavia que culminó con el bombardeo encabezado por EUA de Serbia en 1999.
Los acontecimientos del 11 de setiembre del 2001 le otorgaron el pretexto de la “guerra contra el terrorismo” para escalar agresivamente el militarismo estadounidense a nivel global. La política de Washington fue entonces delineada en el NSS del 2002 presentado por el Gobierno republicano de George W. Bush, el cual adoptó la doctrina de “las guerras preventivas”. Esta doctrina presumía que EUA podía atacar a cualquier país en el mundo que percibiera como una amenaza potencial a los intereses de EUA, una política fundamentalmente repudiada por los principios de Nuremberg sobre las guerras de agresión, principios que conformaron el marco legal para el juicio y la ejecución de los dirigentes nazis sobrevivientes.
La doctrina fue aplicada en breve con la invasión estadounidense de Irak, bajo el falso pretexto de las “armas de destrucción masiva”, perpetrando así uno de los mayores crímenes de guerra desde la caída del Tercer Reich de Hitler.
El presidente demócrata, Barack Obama, elegido por la idea equivocada que comenzaría a revertir las políticas de Bush, edificó sobre la doctrina de “guerras preventivas” para legitimar una guerra de agresión no provocada contra Libia en el 2011. Insistió en que las fuerzas armadas estadounidenses tenían toda la justificación para hacerlo pese a que “nuestra seguridad no esté siendo amenazada directamente, pero nuestros intereses y valores sí”. Además, indicó que la doctrina también cubría acciones que “protegieran la seguridad regional y mantuvieran el flujo comercial”. En otras palabras, Washington se reserva el “derecho” de librar guerras de agresiones donde sea que las ganancias y los mercados de los bancos y las corporaciones estadounidenses estén en juego.
Si bien no es posible pasar por alto la inequívoca continuidad entre estas dilucidaciones de la doctrina global del militarismo estadounidense y el nuevo documento y el discurso de Trump, hay una marcada diferencia que refleja el recrudecimiento de la crisis del capitalismo estadounidense y global y el hecho de que la lucha estadounidense por la hegemonía global tiene en la mira como nunca antes a Rusia y a China, ambas potencias nucleares.
En su discurso, asemejándose a cómo Adolfo Hitler lo hizo en Alemania hace ocho décadas, Trump se presentó como el salvador de la nación y el defensor del “hombre olvidado” que ha llegao para revertir las entregas hechas a intereses extranjeros por “demasiados líderes nuestros, demasiados, quienes se olvidaron de aquellas voces que tenían que respetar y aquellos cuyos intereses tenían que defender”.
Detrás de esta retórica de traición, está el hecho de que el último cuarto de siglo de agresiones militares estadounidenses han producido una debacle tras otra al mismo tiempo que han fracasado en revertir el declive del capitalismo estadounidense en el escenario mundial.
A fin y al cabo, la NSS y el discurso de Trump reflejan las conclusiones que han rescatado de estas experiencias los altos mandos militares estadounidenses —McMaster, Mattis y Kelly— que ahora controlan tanto la Casa Blanca como la política exterior del país. Su prescripción es emprender una escalada masiva de militarismo estadounidense, y los dirigentes demócratas los describen como “los adultos en el cuarto”.
El documento lamenta la “complacencia estratégica” de EUA durante el último periodo, el no desarrollar la “capacidad militar” y adquirir “nuevos sistemas de armas” y la idea de que una guerra podría ser “ganada rápido, a distancias de seguridad con la mínima cifra de bajas”. No cabe duda de que lo que tienen en mente es un aumento sin precedentes en el gasto militar y guerras en las que el número de soldados estadounidenses muertos se cuente nuevamente en las decenas y cientos de miles.
Sin embargo, ante todo, el texto se aleja de las estrategias previas en cómo acepta abiertamente una guerra nuclear como una opción viable. El documento asevera que la expansión del arsenal nuclear estadounidense es “esencial para prevenir un ataque nuclear, ataques estratégicos no nucleares y agresiones convencionales de gran escala”, y sugiere que el ejército estadounidense tiene que estar preparado para lanzar un ataque nuclear inicial en respuesta a desafíos no nucleares. Luego, manifiesta: “El temor a una escalada [nuclear] no disuadirá a Estados Unidos de defender nuestros intereses vitales”.
“La historia”, advirtió Trotsky cuando se avecinaba la Segunda Guerra Mundial, “está colocando a la humanidad de frente con la erupción volcánica del imperialismo estadounidense”.
Las amenazas que despide Washington esta semana son una confirmación robusta de esta prognosis. Al contemplar la falta de una oposición significativa, queda claro que no hay ninguna “facción de paz” en los grupos de poder estadounidenses. La posibilidad de una tercera—y nuclear—guerra mundial solo puede ser enfrentada si la clase obrera internacional se moviliza a sí misma como una fuerza revolucionaria independiente contra la guerra imperialista y su origen, el sistema capitalista.