Los chilenos votaron por una abrumadora mayoría del 78 por ciento el domingo a favor de una nueva constitución para reemplazar la Carta Magna impuesta mediante un plebiscito amañado en 1980 por la odiosa dictadura militar del General Augusto Pinochet. La participación en el plebiscito fue la más alta desde la adopción del voto voluntario en 2012.
El plebiscito del domingo fue el resultado de una operación de un año de duración por parte de la "izquierda" parlamentaria del país, el aparato sindical y grupos de pseudoizquierda para desviar el desarrollo explosivo de las luchas de masas de los trabajadores y la juventud de Chile contra el capitalismo a una inútil campaña electoral. El objetivo es disipar una situación revolucionaria en medio del creciente peligro de un gobierno autoritario y una dictadura.
Los acontecimientos en Chile forman parte de una erupción internacional de la lucha de clases por la creciente pobreza e inseguridad económica que alimenta un amplio sentimiento anticapitalista. Desde la crisis financiera de 2008, en la que los gobiernos saquearon el erario público para salvar a las élites financieras y empresariales mundiales, el nivel de vida de la clase trabajadora ha caído en picado.
Al igual que sus homólogos internacionales, el capitalismo chileno y sus instituciones estatales han perdido toda la credibilidad y se enfrentan a una crisis histórica de gobierno. Están respondiendo a esta amenaza existencial desde abajo, como lo hicieron durante otros puntos críticos del siglo XX, recurriendo a los servicios de las organizaciones laborales burocráticas y a los nacionalistas económicos oportunistas que conforman la "izquierda" chilena. Cuentan con estos partidos políticos y sindicatos para desorientar, desviar y hacer inofensivas las luchas de la clase obrera. Al mismo tiempo, preparan a las fuerzas de represión estatal para que se desaten contra las masas.
En octubre de 2019, la desobediencia civil estudiantil desencadenada por una subida del transporte público se transformó casi de la noche a la mañana cuando millones de trabajadores, capas de la clase media y jóvenes se unieron a las protestas, huelgas y manifestaciones en todo el país. Se abrió un movimiento de masas contra décadas de desigualdad social extrema, violencia policial y en oposición a una casta política profundamente odiada que surgió en la transición del gobierno militar al civil.
El presidente Sebastián Piñera respondió a las protestas decretando el estado de emergencia y el toque de queda, y desplegando las Fuerzas Armadas por primera vez en décadas. Flanqueado por el general Javier Iturriaga y el ex ministro de Defensa Alberto Espina, Piñera transmitió en vivo por televisión el 20 de octubre de 2019: "Estamos en guerra con un enemigo poderoso y despiadado, que no respeta nada ni a nadie, que está dispuesto a usar la violencia y el crimen sin límites".
Para el 12 de noviembre, la "guerra" de Piñera resultó en innumerables abusos a los derechos humanos por parte de Carabineros, Fuerzas Especiales, boinas negras y el ejército: dos docenas de personas habían muerto o desaparecido, cientos habían sufrido graves heridas y mutilaciones causadas por las municiones y miles que fueron acorralados sufrieron palizas, abusos sexuales, violaciones y torturas.
El gobierno de ultraderecha también presentó una serie de medidas dictatoriales y de estado policial que más tarde fueron aprobadas por el Senado y que ahora están en vigor. Un proyecto de ley penaliza las protestas sociales con largas penas de prisión. Más de 2.000 presos políticos —en su mayoría jóvenes arrestados por protestar— languidecen bajo custodia sin ser condenados por ningún delito. Otro proyecto de ley permite al presidente llamar a los militares para proteger la "infraestructura estratégica" y poner a las ramas del gobierno bajo supervisión militar sin declarar un Estado de Excepción. Otro proyecto de ley moderniza la Agencia Nacional de Inteligencia para combinar las divisiones militares, de seguridad y de orden público, permitiendo vastas operaciones de recopilación de inteligencia como las empleadas por las dictaduras latinoamericanas y el imperialismo estadounidense con la Operación Cóndor en los años 70 y 80.
Pero, como estas medidas no hicieron sino enardecer y radicalizar aún más las protestas y en medio de la segunda huelga general, Piñera se dirigió a mediados de noviembre a la "izquierda" parlamentaria para unirse a las conversaciones de unidad nacional, que todos ellos —el Partido Socialista (PS), el Partido por la Democracia (PPD), los radicales, los liberales, los humanistas, los verdes, la coalición pseudoizquierdista del Frente Amplio y la coalición estalinista en torno al Partido Comunista —aceptaron.
Piñera, al referirse al "Acuerdo por la Paz Social y una Nueva Constitución", explicó: "Tuve que decidir entre dos caminos: el camino de la fuerza a través del establecimiento de un nuevo estado de emergencia o el camino de la razón... elegimos el camino de la razón para dar una nueva oportunidad a la paz".
A partir de ese momento, la "izquierda" parlamentaria se fijó la tarea de redirigir las explosivas luchas de masas hacia los parámetros seguros de la política parlamentaria, promoviendo el plebiscito que, según ellos, permitirá al "pueblo" decidir la constitución, y, ergo, el carácter del propio Estado. Tomó un año y una pandemia para impulsar esta agenda.
Esta siembra de excepcionalismo nacional —que Chile se apoya en una tradición supuestamente "democrática" y "parlamentaria" y que sus instituciones y aparatos represivos se adhieren a las normas "constitucionales"— es la razón de ser de la falsa izquierda chilena que en casi un siglo de existencia y a través de incalculables permutaciones ha adelantado esta teoría ya que ha sentado en el Congreso y el ejecutivo, dominado el aparato sindical y las organizaciones sociales.
Esta teoría, promovida con gran fuerza por el Partido Comunista Estalinista (PCCh) de Chile, abrió el camino para el derrocamiento militar en 1973 del gobierno de coalición de la Unidad Popular de Salvador Allende y la violenta represión de la clase obrera chilena.
Ahora intentan sembrar la ilusión de que el Estado es un árbitro independiente que puede ser controlado por el pueblo. Con ello demuestran su rechazo a la teoría marxista de la naturaleza de clase del Estado: que es un instrumento que sostiene la dictadura política de la clase capitalista, que, amenazada por la revolución, arrasa con el parlamento y las normas constitucionales y gobierna por la fuerza.
Eso en pocas palabras es lo que los estalinistas ocultaron a los trabajadores y a la juventud durante el período revolucionario de 1968-73 cuando afirmaron que Carabineros y los militares eran "el pueblo en uniforme". Eso es lo que intentan hoy con la promoción del plebiscito constitucional.
Sin duda, la Constitución de Augusto Pinochet de 1980 es un instrumento autoritario utilizado contra la clase obrera. Su autor, Jaime Guzmán, fundador de la Unión Democrática Independiente (UDI), se inspiró en el jurista alemán nazi Carl Schmitt y en el clericalismo reaccionario español.
Pero lo que la izquierda deja de lado es que en sus "reformas democratizadoras" de 2005 de la constitución vigente el expresidente del Partido Socialista Ricardo Lagos mantuvo las disposiciones más antiobreras como el artículo 9, capítulo 1 sobre el terrorismo. Este artículo ha sido utilizado para proteger los intereses corporativos forestales, energéticos y mineros en La Araucanía contra la población indígena oprimida con un masivo incremento militar.
El PCCh ha desempeñado un papel fundamental en la promoción de ilusiones en la reforma constitucional. Esto está en línea con toda su historia. Fundado en 1922 bajo la dirección de Luis Emilio Recabarren (1876-1924), el partido quedó bajo la influencia del giro a la derecha que acompañó el ascenso de la burocracia estalinista en la Unión Soviética, con la regresión a la teoría nacionalista del "socialismo en un solo país" y la reanimación de la teoría menchevique de las "dos etapas" de la revolución.
Tras un conflicto político con su fundador Recabarren, una joven capa de la dirección del PCCh fue cooptada por el Estado. Seis miembros participaron en la redacción de la constitución burguesa de 1925, redactada cuando el país, en medio de una profunda crisis económica provocada por el colapso de las exportaciones de salitre y el declive de los intereses imperialistas británicos, se encontraba en medio de explosivas luchas laborales y una revuelta militar.
Se trataba de un documento contrarrevolucionario impuesto por el régimen populista de Arturo Alessandri para eludir el desarrollo de un movimiento socialista revolucionario. A diferencia de los documentos revolucionarios franceses y americanos que derivaban su autoridad de un pueblo soberano, en la constitución de 1925 "la soberanía reside esencialmente en la nación" y "delega su ejercicio en las autoridades".
Esto se debe a que a principios del siglo XX, Chile —como muchos otros países semicoloniales bajo el dominio del imperialismo— había creado poderosos batallones de la clase obrera cuyas numerosas reclamaciones y reivindicaciones sociales entraron en conflicto con los intereses de lucro de los barones de la minería del salitre y del cobre. De 1905 a 1925, el ejército chileno, profundamente anticomunista y entrenado por los prusianos, reprimió cientos de huelgas, masacrando entre 5.300 y 6.800 trabajadores.
El desarrollo del PCCh estuvo en consonancia con los bruscos cambios a la derecha del estalinismo soviético, adoptando en los años 30 la política del Frente Popular, que ha mantenido hasta hoy.
Ostensiblemente concebido para luchar contra el fascismo, con su adopción del Frente Popular el estalinismo renunció al objetivo de la revolución socialista proletaria y defendió abiertamente las relaciones de propiedad capitalistas llamando a una alianza con los sectores "liberal", "democrático" y "republicano" de la burguesía. Esta fue la base de la traición del estalinismo a la Revolución Española en los años 30, y es lo que el PCCh avanzó en los años 70 cuando traicionó a la Revolución Chilena.
La revisión de la constitución no pondrá fin a la crisis capitalista, la lucha de clases o la amenaza de la dictadura en Chile. La cuestión crítica que enfrenta la clase obrera y la juventud chilena es la de la dirección revolucionaria. Un nuevo partido debe construirse sobre la base del genuino programa de socialismo internacional revolucionario por el que luchó el Comité Internacional de la Cuarta Internacional. Fundado por León Trotsky, sólo este partido internacional ha defendido la continuidad política del marxismo a través de su implacable lucha contra el estalinismo, la socialdemocracia, el revisionismo pablista y cualquier otra forma de antimarxismo nacionalista. Para llevar adelante la lucha revolucionaria en Chile la juventud y los trabajadores deben estudiar estas experiencias políticas y teóricas estratégicas y sacar las conclusiones necesarias.