La presidenta de la Cámara de Representantes de EE.UU., Nancy Pelosi dio positivo al COVID-19, según un anuncio de su oficina el jueves, un día después de que participara en dos eventos en la Casa Blanca, manteniéndose cercana al presidente Joe Biden. Pelosi, la segunda en la línea sucesoria a la Presidencia después de la vicepresidenta Kamala Harris, solo es la última de docenas de altos funcionarios en el Congreso y el Gobierno de Biden que han contraído este virus potencialmente letal en las últimas semanas.
La lista incluye al fiscal general Merrick Garland, el director de la CIA, Wlliam Burns, y la secretaria de Comercio, Gina Raimondo. El esposo de la vicepresidenta Harris, Doug Emhoff, también dio positivo, así como su director de comunicaciones Jamal Simmons. La secretaria de Prensa de la Casa Blanca, Jen Psaki, contrajo el COVID-19 por segunda vez, y su adjunta Karine Jean-Pierre también dio positivo. La hermana de Biden, Valerie Biden Owens, dio positivo, así como la alcaldesa de Washington D.C., Muriel Bowser.
Pocas horas después de participar en el voto del pleno el jueves sobre la nominación de Ketanji Brown Jackson a la Corte Suprema, la senadora republicana Susan Collins dijo que dio positivo.
En otros lugares del Capitolio, otros cinco miembros de la Cámara de Representantes anunciaron esta semana que han contraído el COVID-19: Adam Schiff de California, presidente del Comité de Inteligencia de la cámara; Katherine Clark de Massachusetts, la vicepresidenta de la cámara; Scott Peters de California, Derek Kilmer de Washington y Joaquín Castro de Texas.
De los 134 miembros de la Cámara de Representantes que han dado positivo en la prueba de COVID-19 desde que comenzó la pandemia, 65, o casi la mitad, se infectaron desde el 1 de diciembre de 2021, cuando ómicron se convirtió en la variante dominante en Estados Unidos. Entre ellos estaban los tres principales líderes de la Cámara de Representantes: Pelosi, Steny Hoyer y Jim Clyburn, todos de 80 años o más. De los 24 senadores que han contraído COVID-19, 12 lo hicieron durante la ola de ómicron, exactamente la mitad.
Desde principios de marzo, una serie de reuniones políticas han servido como focos de transmisión viral dentro de la élite política, incluyendo el discurso sobre el Estado de la Unión, un retiro de fin de semana a puerta cerrada para los líderes demócratas, la cena anual del Gridiron Club (un importante evento social con cerca de un millar de personalidades políticas, mediáticas y empresariales), y una ceremonia en la Casa Blanca el martes para conmemorar el décimo aniversario de la firma de la Ley de Asistencia Asequible.
Estas reuniones fueron una muestra de increíble temeridad, ya que el presidente de 79 años — que sobrevivió por poco a dos aneurismas cerebrales hace 34 años— se adentró sin mascarilla en multitudes de partidarios y funcionarios sin mascarilla, estrechando manos y dando abrazos. En muchos casos ha estado acompañado por Pelosi, de 82 años, o por Jim Clyburn, de 81, el líder de la minoría y el aliado más cercano de Biden en el Capitolio.
El hecho de que tantas personalidades del Estado norteamericano hayan contraído recientemente el COVID-19 es un indicio de la profunda irresponsabilidad de estas capas.
El Wall Street Journal explicó la motivación política detrás de este comportamiento imprudente: “Los funcionarios de la Administración reconocieron que el contacto regular del presidente con asesores y partidarios podría exponerlo al Covid-19. Pero dijeron que era importante que el Sr. Biden proyectara una sensación de seminormalidad, cuando muchos estadounidenses están decidiendo salir de sus casas, volver al trabajo y socializar con sus amigos”.
En otras palabras, la rápida propagación del COVID-19 entre funcionarios de Washington es el subproducto de una campaña sistemática, encabezada por la Casa Blanca, para engañar al público estadounidense haciéndole creer que la pandemia del COVID-19 ha terminado. Sin embargo, los epidemiólogos y funcionarios de salud pública con principios advierten que la subvariante BA.2 de ómicron, que ahora dominante en los Estados Unidos, es aún más transmisible y peligrosa que la subvariante BA.1 de ómicron, que arrasó el país este invierno.
Al parecer, los funcionarios de la Casa Blanca y los líderes del Congreso se han engañado a sí mismos creyendo su propia propaganda sobre el retorno a las condiciones prepandémicas, o, como dijo recientemente Biden, “el virus ya no está bajo control”.
Pero la cadena de contagios en Washington expone el fraude de las afirmaciones oficiales. En realidad, el COVID-19 sigue haciendo estragos en la población, matando al menos a 24.000 personas en el último mes. La curva de contagios ha comenzado a doblar hacia arriba, en la medida en que el BA.2 se convierte en la variante dominante en el país.
Ante el nuevo repunte, la Administración de Biden está abandonando todas las medidas para frenar la propagación de la pandemia. El 7 de abril, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) empezaron a permitir que las personas activamente infectadas por el COVID-19 tomen vuelos, si bien “recomendaron” que no lo hicieran, y dijeron a los departamentos de salud estatales y locales que podían dejar de reportar los casos en las personas infectadas por COVID que tuvieran intención de viajar por aire.
En una campaña dirigida por la Casa Blanca, los estados están trabajando sistemáticamente para encubrir la pandemia. La semana pasada, New Hampshire redefinió lo que cuenta como hospitalización por COVID-19 de forma tan drástica que equivaldría a contar “solo el 4 por ciento de los pacientes con COVID-19”, según un informe.
Los estados de todo el país están poniendo fin a las notificaciones diarias de casos y muertes por COVID-19, siendo California el último estado en poner fin a la notificación diaria. Soólo seis estados y Puerto Rico informan ahora siete días a la semana, y al menos 10 estados informan solo una vez a la semana o con menos frecuencia.
En apoyo de la afirmación de que la pandemia ha terminado, los líderes demócratas no han mostrado ninguna urgencia en ampliar la financiación de emergencia para terapias costosas como los anticuerpos monoclonales, así como los subsidios para pagar las pruebas y las vacunas para las personas de bajos ingresos y sin seguro.
Se suponía que estos fondos se aprobarían en un proyecto de ley separado, que ahora se ha estancado en el Senado, archivado mientras los senadores y los congresistas se toman un receso de dos semanas de Pascua. Mientras tanto, los trabajadores se enfrentan a cargos de hasta 125 dólares por una prueba de PCR y miles de dólares por medicamentos antivirales, por no hablar de una hospitalización, si contraen COVID-19.
Mientras cierran sistemáticamente el acceso a este tipo de tratamiento para los trabajadores, la élite política de Washington (junto con, por supuesto, sus jefes en Wall Street y en la América corporativa) tienen asegurada una cobertura médica total y los tratamientos más costosos si se enfermaran de COVID-19.
El Gobierno de Biden, el Partido Demócrata y la aristocracia financiera a la que sirven están redoblando la política de desechar todos los esfuerzos para mitigar el impacto de la pandemia, a favor de la misma política iniciada por Trump y promulgada por los gobernadores republicanos en un estado tras otro: permitir que el virus se propague sin ningún tipo de restricción.
Aquí se pone de manifiesto una lógica de clase. La clase capitalista y sus representantes políticos, tanto en el Partido Demócrata como en el republicano, rechazan el único medio serio, basado en la ciencia, de luchar contra la pandemia, la política de Cero COVID, que implica una movilización sistemática de los recursos de la sociedad, incluyendo confinamientos temporales, pruebas masivas, rastreo de contactos y todas las demás medidas de salud pública necesarias para suprimir la propagación de la infección y eliminar el virus.
Esta política salvaría millones de vidas –como se demostró en China—, pero la élite gobernante estadounidense considera tales métodos con odio y miedo porque incidirían en la extracción de ganancias de la clase trabajadora y amenazan con desestabilizar la burbuja especulativa sin precedentes de los mercados financieros. Además, se interpondrían en los planes del imperialismo estadounidense de movilizar a la sociedad para un tipo de guerra diferente: el conflicto con Rusia, que amenaza con convertirse en una conflagración nuclear.
Esto plantea otra cuestión. Si la élite política estadounidense se equivoca tan grotescamente en cuanto a los peligros de la COVID-19, incluso para ellos mismos, ¿qué razón hay para creer que procederá de forma más racional y cautelosa en relación con el creciente peligro de guerra con Rusia por Ucrania? Una guerra así implicaría el uso de armas nucleares, amenazando la supervivencia de la humanidad.
Solo existe una fuerza social que puede ser movilizada detrás de una política de eliminación del COVID-19 en todo el mundo, y es la fuerza social más poderosa de todas, la clase obrera internacional. La cuestión decisiva es el desarrollo de un movimiento independiente de masas de los trabajadores, basado en un programa socialista y contra la guerra.
(Publicado originalmente en inglés el 8 de abril de 2022)