El próximo mes será el 60 aniversario de la crisis de misiles en Cuba, que fue lo más cerca que el mundo había estado a una guerra nuclear.
La punto álgido de la crisis comenzó el 22 de octubre de 1962, cuando el presidente estadounidense John F. Kennedy anunció en un discurso televisado a nivel nacional que la Armada de EE.UU. estaba implementando una “cuarentena” para bloquear el envío de misiles con capacidad nuclear de la Unión Soviética a Cuba, a solo varios cientos de kilómetros de Key West, Florida.
Si bien el bloqueo naval estadounidense continuó hasta noviembre, la crisis efectivamente se acabó el 28 de octubre, cuando EE.UU. y la URSS alcanzaron un acuerdo. A cambio de retirar los misiles soviéticos de Cuba, EE.UU. prometió secretamente retirar sus misiles de Turquía. En esos seis días, el mundo estuvo al borde de una guerra nuclear que pudo acabar con la civilización.
La crisis es relevante en el conflicto actual de EE.UU. y la OTAN en varios aspectos. En primer lugar, cabe repetir que EE.UU. hoy ignora las preocupaciones de Rusia sobre la integración efectiva de Ucrania en la OTAN, a pesar de que estuvo preparado para librar una guerra nuclear por la presencia militar soviética en el hemisferio occidental.
En segundo lugar, Kennedy inició la 'cuarentena' a instancias de una facción de la burguesía estadounidense que buscó, durante la culminación de la crisis, hallar alguna resolución negociada. El Gobierno de Kennedy se resistió a aquellos en la cúpula militar y política que exigían bombardear e invadir Cuba, lo que hubiera involucrado una guerra con la Unión Soviética. Este hecho contribuiría a su asesinato el año siguiente.
“Si algún día el planeta se ve asolado por una guerra nuclear”, afirmó Kennedy en un discurso después de la crisis, “si 300 millones de estadounidense, rusos y europeos son aniquilados por un conflicto nuclear de 60 minutos, si los sobrevivientes de la devastación pueden soportar el fuego, la toxicidad, el caos y la catástrofe, no quiero que ninguno de esos sobrevivientes le pregunte a otro, ‘¿Cómo llegó a pasar todo?’ y que le respondan increíblemente, ‘Si tan solo lo supiera’”. Kennedy pronunció estas palabras solo 17 años tras el final de la Segunda Guerra Mundial, que acabó con el bombardeo nuclear estadounidense de la población civil en Japón.
En el contexto de la actual crisis, lo más impactante es que ninguna sección de la élite política en EE.UU. ni, si vamos al caso, en las potencias europeas de la OTAN se opone a la intensificación cada vez mayor del conflicto con Rusia, que ha llevado el peligro de una guerra nuclear a su máximo desde los escalofriantes eventos de octubre de 1962.
El Gobierno de Putin en Rusia, arrinconado por la intervención masiva de EE.UU. y sus aliados europeos en la guerra en Urania, está respondiendo con amenazas. Posteriormente a su debacle militar en el norte ucraniano, tanto Putin como Dmitri Medvédev, el presidente adjunto del Consejo de Seguridad de Rusia, han amenazado con emplear armas nucleares si la OTAN interviene más en el conflicto.
Estas amenazas, que ponen de manifiesto la respuesta desesperada de la oligarquía rusa al cerco imperialista, son muy reales. Rusia cuenta con cientos de misiles balísticos intercontinentales, además de misiles en submarinos, que son capaces de cruzar el mundo y aplanar todas las ciudades grandes en EE.UU. en menos de dos horas.
La afirmación universal de EE.UU. y las potencias europeas es que no es posible dar marcha atrás. Sobre Putin, el titular de Política Exterior de la Unión Europea, Josep Borrell, declaró: “Sus referencias a las armas nucleares no flaquean nuestra determinación, resolución y unidad para defender Ucrania”. Christine Lambrecht, la ministra de Defensa alemana, añadió que “su reacción a los éxitos de Ucrania solo nos anima a seguir apoyando a Ucrania”. En cuanto la “retórica de armas nucleares” de Putin, el primer ministro holandés Mark Rutte dijo, “no nos afecta”.
El miércoles, el Washington Post animó a la Casa Blanca a seguir la escalada de la guerra en Ucrania, que Biden y su secretario de Estado, Antony Blinken, dijeron que harían en discursos ante Naciones Unidas esta semana.
“Putin se está desesperando”, escribió el consejo editorial del Post. “Ucrania y Occidente deben mantener la presión”. Citando las amenazas de Putin sobre el uso de armas nucleares, el Post concluyó, “Lo único peor que no estar preparados para las amenazas del Sr. Putin sería dejarse intimidar por ellas”.
¿Qué significa que EE.UU. se “deje intimidar” o, como otros lo han dicho, “sea disuadido” por el peligro muy real de una guerra nuclear? Significa que la burguesía estadounidense insistirá en escalar la guerra sin importar las consecuencias. Al equiparar los costos de dicha escalada, que podría conducir al fin de la civilización, con las consecuencias de transigir, decidieron que el riesgo de una guerra nuclear era preferible.
Esto refleja el nivel pasmoso de imprudencia y el frenesí de guerra que se han apoderado de la clase gobernante, así como de secciones importantes de la clase media-alta.
Dentro del aparato estatal, se discute qué hacer en caso de una guerra nuclear. Una audiencia extraordinaria del Comité de Servicios Armados del Senado sobre Estrategia Nuclear el martes incluyó discusiones sobre trasladar la residencia de la vicepresidenta de Washington. El senador Angus King consultó si deberían “dispersar a nuestros líderes” porque “Si el presidente, la vicepresidenta y los líderes fallecen, estaríamos decapitados, no quedaría nadie para tomar la decisión de lanzar [las bombas nucleares] al no haber un segundo ataque”.
Sin embargo, la guerra debe proseguir. Como escribió el WSWS esta semana, “Habiendo marchado hasta el borde del abismo, la respuesta de la clase dirigente estadounidense es: ‘¡Adelante con la victoria!’”.
¿Qué explica esta patología sociopolítica? En primer lugar, se debe a intereses geopolíticos. Las potencias estadounidenses y de la OTAN provocaron la guerra en Ucrania con el objetivo de arrastrar a Rusia a un conflicto que condujera a un cambio de régimen o a la fractura de la gigantesca masa continental del país para facilitar su explotación a manos del imperialismo. Es la culminación de tres décadas de guerra interminable tras la disolución de la Unión Soviética, a través de la cual EE.UU. ha intentado compensar su declive económico mediante la fuerza militar.
A lo largo del conflicto, EE.UU. se ha opuesto a cualquier solución negociada que no implique la capitulación completa de Rusia. Tras la debacle rusa en el norte de Ucrania, la clase dirigente estadounidense huele sangre. Además, mientras intensifica su conflicto con Rusia, Estados Unidos lanza amenazas cada vez más beligerantes contra China, sentando las bases para otra guerra catastrófica para disputar Taiwán.
En segundo lugar, está la crisis dentro de Estados Unidos y de todos los principales países capitalistas. El impacto de la pandemia en curso, con 20 millones de muertos en todo el mundo y más de un millón solo en los Estados Unidos, se combina con una crisis económica cada vez mayor, una inflación al alza, un deslizamiento en curso de los mercados y, lo que es más peligroso para la clase dominante, el crecimiento de la lucha de clases. No sería la primera vez que una élite gobernante desesperada busca algún tipo de solución a su crisis interna a través de una guerra en el extranjero.
A este respecto, se debe destacar que, si bien todo el debate en los medios de comunicación gira en torno a la posibilidad de que Rusia utilice armas nucleares, sigue siendo un hecho histórico que el único país que ha utilizado tales armas en una guerra es Estados Unidos. Si la clase dirigente estadounidense no se va a dejar “disuadir” ante una escalada que podría provocar una respuesta nuclear, ¿qué podría disuadirla de preparar un ataque “preventivo”? La doctrina militar estadounidense nunca ha descartado esta posibilidad.
El gran peligro de esta situación es que la clase obrera no es consciente de la amenaza a la que se enfrenta. Los medios de comunicación, el brazo propagandístico del Estado, no hacen nada para alertar a la población. Todas las mentiras utilizadas por la clase dominante para justificar su política quedan sin respuesta. La clase media-alta acomodada, representada por las organizaciones pseudoizquierdistas en torno al Partido Demócrata, exige una guerra aún más histéricamente, creyendo que nada podría afectar a su cómodo estilo de vida.
Entre las masas, no existe un amplio apoyo a la guerra, solo incredulidad de que su Gobierno esté dispuesto a sacrificar a millones de personas. Pero la experiencia histórica y, más recientemente, la pandemia de COVID-19 demuestran que los Gobiernos capitalistas son perfectamente capaces de realizar tales cálculos asesinos.
Si se ha de evitar una catástrofe que amenaza a la humanidad, la hostilidad de la clase obrera a la guerra debe volverse consciente y organizada. Debe fusionarse con las luchas cada vez mayores de los trabajadores en todo Estados Unidos y a nivel internacional. Y debe armarse con un programa socialista, internacionalista y revolucionario que combine la lucha contra la guerra con la lucha contra el capitalismo.
(Artículo publicado originalmente en inglés el 23 de septiembre de 2022.)