Hoy es el 50º aniversario del infame golpe militar, apoyado por la CIA y liderado por el general Augusto Pinochet, que estableció uno de los regímenes más brutales de la segunda mitad del siglo veinte.
En la mañana del 11 de septiembre de 1973, las tres ramas de las Fuerzas Armadas chilenas y Carabineros anunciaron por radio que habían tomado control del país y exigían la renuncia del presidente electo Salvador Allende, quien encabezaba el Gobierno de la coalición Unidad Popular.
El Ejército y la Fuerza Aérea sitiaron el palacio presidencial La Moneda, lo bombardearon con aviones y tanques. Acorralado y rehusando la demanda de los líderes golpistas de que renunciara, Allende murió en La Moneda, según investigaciones de un disparo autoinfligido.
El mismo día, el ejército detuvo a decenas de miles de trabajadores y jóvenes, llevándolos a campos de concentración donde fueron interrogados, torturados y en muchos casos asesinados. El famoso músico Víctor Jara describió el terror que vivió junto a miles más en sus últimos días en el Estadio Chile, donde sería sádicamente torturado y matado el 16 de septiembre:
¡Cuánta humanidad con hambre, frío, pánico, dolor, presión moral, terror y locura!
Seis de los nuestros se perdieron en el espacio de las estrellas.
Un muerto, un golpeado como jamás creí se podría golpear a un ser humano.
Los otros cuatro quisieron quitarse todos los temores, uno saltando al vacío,
otro golpeándose la cabeza contra el muro, pero todos con la mirada fija de la muerte.
¡Qué espanto causa el rostro del fascismo!
Una vasta operación orquestada por la CIA y la inteligencia militar de EE.UU. fue emprendida para aplastar todas las organizaciones obreras y campesinas y cazar, detener, torturar y matar a sus líderes y a los trabajadores de base militantes, quienes fueron abandonados por el Gobierno de Allende, sin armas, entrenamiento ni dirección política para resistir.
En los meses y años siguientes, el régimen pinochetista vendería casi dos tercios de la industria clave del cobre nacionalizada bajo Allende y su predecesor, privatizó las secciones de la banca, la empresa telefónica, las plantas siderúrgicas y otras compañías colocadas bajo control estatal bajo Allende, regresó las fábricas y tierra tomadas por los trabajadores a sus dueños privados, privatizó el agua, las pensiones, la salud, la educación, el transporte, los servicios públicos y otros sectores. Cortó hasta el hueso los impuestos y las regulaciones para convertir el país en un patio de recreo para las transnacionales emergentes y la oligarquía local. El régimen siguió las instrucciones del economista del “libre mercado” Milton Friedman y los llamados “Chicago Boys”, acólitos entrenados por Friedman en la Universidad de Chicago y enviados a Chile para gestionar la ola de privatizaciones y los ataques brutales a las condiciones de la clase trabajadora.
El terror fascista en Chile duró dos largas décadas. Miles de opositores políticos fueron asesinados o “desaparecidos” por el régimen de Pinochet, y alrededor de 30.000 torturados, según cifras oficiales. El golpe de Estado en Chile también tuvo profundas consecuencias para toda América Latina.
El ascenso al poder de los militares chilenos se produjo tras una serie de golpes patrocinados por el imperialismo estadounidense, como los de Brasil en 1964, Bolivia en 1971 y Uruguay en 1973. El régimen militar brasileño, reconocido por la Administración de Nixon como un instrumento para las operaciones estadounidenses, trabajó sistemáticamente para preparar a los militares chilenos para derrocar a Allende.
Tras el golpe en Chile, esta red contrarrevolucionaria coordinada por la CIA en Sudamérica se consolidó bajo el nombre de Operación Cóndor. Extendió sistemáticamente la represión, la tortura y los asesinatos políticos por toda la región y facilitó nuevos golpes de Estado, entre los que destaca el ascenso del régimen militar fascista en Argentina en 1976.
Cincuenta años después del espantoso 11 de septiembre chileno, su relevancia política es cada vez más urgente. El espectro de las dictaduras y las intervenciones militares, tras un breve ciclo de regímenes civiles en los últimos 30 años, vuelve a acechar a toda la región.
Impulsados por la acumulación explosiva de antagonismos sociales, reflejados por el aumento de luchas de la clase trabajadora, los amigos de Pinochet, que nunca fueron desplazados del poder en ninguno de estos países, vuelven a mostrar sus rostros. En Brasil, las Fuerzas Armadas avalaron el desafío al sistema electoral del país por parte del expresidente Jair Bolsonaro, que culminó en la intentona golpista fascista del pasado 8 de enero en Brasilia que convocó a una dictadura militar.
En el propio Chile, donde millones de trabajadores y jóvenes se movilizaron contra la desigualdad social en repetidos paros nacionales en 2019 y 2020, la clase dominante promueve ahora sistemáticamente a los más rabiosos defensores de la dictadura de Pinochet. Estos elementos están liderados actualmente por José Antonio Kast, cuyo Partido Republicano fascista obtuvo el mayor número de votos en la elección de mayo para un consejo encargado de redactar una nueva constitución.
El imperialismo estadounidense fue el principal patrocinador de las dictaduras latinoamericanas y sigue siendo un actor protagónico en la región. En condiciones en las que la clase dominante estadounidense se precipita hacia una nueva guerra mundial, lucha abiertamente por asegurar su hegemonía geoestratégica en “su propio patio trasero”, estrechando relaciones con los mandos militares de la región, independientemente de sus gobernantes electos.
En sus homenajes al aniversario del golpe de 1973 en Chile, los representantes nacionalistas burgueses de la “marea rosa”, como el presidente chileno Gabriel Boric, así como la pseudoizquierda pequeñoburguesa, lanzan llamamientos a nuevos “pactos nacionales” y a la restauración de una fachada popular para los ruinosos regímenes capitalistas latinoamericanos. Este camino político solo puede conducir a una repetición de golpes de Estado como el de Pinochet, pero a una escala aún más horrible.
La nueva generación de trabajadores y jóvenes que están entrando en el camino de la lucha revolucionaria contra el capitalismo deben asimilar urgentemente las lecciones del golpe chileno que la pseudoizquierda se esfuerza por ocultar.
La violencia utilizada por la junta fascista chilena demostró la crueldad que la clase dominante está dispuesta a emplear para defender su poder.
La revolución chilena traicionada
Pero lo que ocurrió en 1973 en Chile no fue solo un sangriento golpe militar apoyado por EE.UU. que derrocó un Gobierno electo.
En Chile estaba en marcha un poderoso ascenso revolucionario proletario, cuya derrota bajo las botas de los militares no era en absoluto inevitable. La llegada al poder de una junta militar fascista fue producto de la incapacidad de la clase obrera de tomar el poder político cuando pudo hacerlo, como resultado de las traiciones criminales de sus direcciones estalinistas y socialdemócratas, con la ayuda indispensable de los renegados pablistas del trotskismo.
La coalición UP de Allende, formada por el Partido Socialista y los estalinistas junto a democristianos y radicales de “izquierda”, fue elegida en 1970 en medio de un auge masivo de las luchas obreras y campesinas. En respuesta a las condiciones históricas de miseria y opresión por parte del imperialismo y a una prolongada crisis inflacionista, esas luchas adoptaron formas radicalizadas como las ocupaciones de fábricas y las expropiaciones de tierras.
Al asumir el poder, la UP trató a toda costa disciplinar el movimiento insurreccional de los obreros y campesinos y subordinarlo al Estado burgués. Proclamando la “vía chilena al socialismo”, Allende insistía en que, gracias a un siglo de “democracia parlamentaria”, Chile era una excepción a las leyes de la historia definidas por Marx y Engels y que se hicieron realidad en el curso de la Revolución rusa de 1917. En Chile, afirmó, el proceso revolucionario seguiría un curso único, creciendo dentro de las estructuras del viejo Estado. Insistió en que las Fuerzas Armadas y los Carabineros en Chile eran el “pueblo de uniforme” y una “fundación de granito del proceso revolucionario”, “tanto” como los “trabajadores y sus sindicatos”.
Mientras la UP se dedicaba a apaciguar a la clase obrera llevando a cabo nacionalizaciones limitadas y reformas sociales, la burguesía chilena y los imperialistas ganaban tiempo para preparar el derrocamiento del Gobierno y el aplastamiento de la clase obrera. El camino hasta el 11 de septiembre de 1973 estuvo pavimentado por incesantes ataques a la clase obrera y varias incursiones militares e intentos de golpe directo.
En octubre de 1972, la clase dominante, trabajando en colaboración directa con la Administración de Nixon y la CIA, intentó estrangular económicamente al país promoviendo un cierre patronal masivo. Los trabajadores respondieron estableciendo numerosos coordinadores, cordones industriales y otras redes locales de órganos de base industriales, vecinales y de autodefensa para mantener la producción y distribución de bienes esenciales y oponerse a los provocadores fascistas. Se generalizó la reivindicación de poner toda la economía y el poder político directamente en manos de los trabajadores.
Frente al avance independiente del movimiento obrero, el Gobierno de la UP actuó para desarmar a la clase obrera y proteger el régimen burgués en Chile. Allende integró a los militares a su gabinete, que también contaba con líderes sindicales de la CUT dominada por los estalinistas y socialdemócratas. El Gobierno aplicó una Ley de Control de Armas para desarmar a los trabajadores y campesinos, liberó a agitadores fascistas y regresó cuantiosas plantas ocupadas a sus dueños previos.
En junio de 1973, un ala rebelde del Ejército realizó un intento fallido de golpe de Estado enviando una columna de tanques contra La Moneda. El episodio llegó a conocerse como el Tanquetazo. La respuesta de la UP fue profundizar sus concesiones, nombrando a Pinochet comandante en jefe del Ejército e incorporándolo al gabinete de Allende.
Solo el Comité Internacional de la Cuarta Internacional (CICI) luchó consistentemente por desenmascarar el papel desempeñado por el Gobierno de Allende y sus apologistas de desarmar a la clase obrera ante el claro peligro de un golpe militar organizado por el imperialismo estadounidense.
Sacando las lecciones en los días inmediatamente posteriores al golpe, el CICI declaró en una declaración emitida el 18 de septiembre de 1973:
Defiendan sus derechos democráticos no a través de los frentes populares y el parlamento, sino a través del derrocamiento del estado capitalista y el establecimiento del poder obrero. No confiar en el estalinismo, la socialdemocracia, el centrismo, el revisionismo o la burguesía liberal, sino construir un partido revolucionario de la Cuarta Internacional cuyo programa será la revolución en permanencia.
Aunque fueron los estalinistas y los socialdemócratas quienes llevaron directamente a los trabajadores chilenos a la derrota, los revisionistas pablistas desempeñaron un papel crucial al permitir que estas direcciones burocráticas, que estaban sumidas en una crisis, mantuvieran su dominio sobre las masas trabajadoras.
El Partido Obrero Revolucionario (POR) chileno fue una de las organizaciones que traicionaron al trotskismo, sumándose al Socialist Workers Party estadounidense al romper con el Comité Internacional de la Cuarta Internacional para reunirse con los pablistas. Elogiando a las fuerzas de clase media “liberadas por la Revolución cubana” diciendo que serían “las que desencadenarán la revolución en cada país” de América Latina, el POR se disolvió inmediatamente y se unió a los castristas y maoístas para formar el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) en 1965.
El MIR desempeñó un papel fundamental en el fracaso de la revolución chilena, obstaculizando la construcción de un auténtico partido revolucionario en la clase obrera. A medida que se desarrollaba el conflicto entre la clase obrera chilena y el frente popular de la UP, muchos trabajadores que rompían con la socialdemocracia y el estalinismo llegaron al MIR, solo para ser reorientados de vuelta a “presionar” al Gobierno para que hiciera realidad sus demandas.
La lección fundamental de la derrota chilena fue que la clase obrera estaba dispuesta y era capaz de haber tomado el poder político, pero le faltaba el elemento decisivo de una dirección revolucionaria, un partido basado en el trotskismo y la asimilación de las amargas lecciones del siglo XX.
En los primeros años de la segunda década del siglo XXI, que han sido testigos del estallido de la mayor crisis de la historia del capitalismo mundial, no cabe duda de que la clase obrera está entrando de nuevo en la senda de las luchas revolucionarias. La globalización de la producción, el crecimiento masivo de la clase obrera en todo el mundo y los poderosos desarrollos de la tecnología y las comunicaciones han creado condiciones muy favorables para la construcción del socialismo internacional.
Pero para librar con éxito las luchas por el poder, los trabajadores de todos los países deben asimilar las lecciones que escribió con sangre el heroico proletariado chileno hace medio siglo. Esto significa, sobre todo, construir en cada país secciones del partido mundial de la revolución socialista, el Comité Internacional de la Cuarta Internacional.
(Publicado originalmente en inglés el 10 de septiembre de 2023)