Incluso antes de que se asentara el polvo de los eventos del 6 de enero —aún están visibles los agujeros de bala y las ventanas y puertas quebradas— la élite política estadounidense está dedicada a encubrir la responsabilidad política del intento de golpe de Estado fascista contra el Congreso.
Este no fue un evento aislado ni accidental en el que los manifestantes de derecha actuaron espontáneamente. El ataque al Congreso fue una conspiración dirigida desde la cima. Fue preparado con semanas de anticipación por parte de altos funcionarios dentro del aparato estatal, la policía y el ejército.
El Partido Socialista por la Igualdad exige una investigación criminal contra el Gobierno de Trump y todos aquellos que asistieron e instigaron este golpe fascista. Los conspiradores siguen libres, planificando sus siguientes pasos. Trump sigue siendo presidente hasta el 20 de enero. ¡El peligro no ha desaparecido!
Durante la crisis de Watergate, las audiencias del Senado, las cuales fueron ampliamente publicitadas y ávidamente seguidas en televisión, fueron el vehículo para exponer la verdad de la conspiración del presidente Richard Nixon contra la democracia y llevó en última instancia a su expulsión forzada del cargo. Watergate comenzó con la irrupción de una pandilla de exagentes de inteligencia, quienes habían sido ordenados por Nixon robar la sede del Comité Nacional Demócrata.
Si un “robo de tercera clase”, como lo llamó Nixon, y su encubrimiento merecieron meses de audiencias televisadas exponiendo la criminalidad presidencial, es mucho más necesario llevar a cabo una investigación abierta, pública, televisada y transmitida en vivo sobre todos aspectos de lo ocurrido el 6 de enero de 2021: el primer intento en la historia de un presidente para derrocar el Gobierno estadounidense y establecer una dictadura.
Es obvio e innegable que Trump desempeñó el papel de instigador principal del asalto violento, convocando un mitin con miles de simpatizantes fuera de la Casa Blanca y ordenándoles marchar al Capitolio. “Va a ser una LOCURA”, tuiteó Trump previo al evento, y llamando a la horda fascista “personas especiales” luego.
Los cómplices directos de Trump incluyen el senador Joshua Hawley de Missouri y el senador Ted Cruz de Texas. Detrás de ellos, están los senadores que los acompañaron en rechazar la certificación de la victoria electoral de Biden, junto a los más de 100 republicanos que hicieron lo mismo en la Cámara de Representantes.
Al menos seis legisladores estatales republicanos participaron en las manifestaciones y disturbios derechistas. Un delegado de West Virginia, Derrick Evans, publicó un video suyo entrando en el edificio, pero luego lo borró.
Los planes para una insurrección no eran secretos. La fecha del 6 de enero para una sesión conjunta está fijada por ley, y los planes para un asalto físico ese día fueron circulados ampliamente en las redes sociales de derecha. El mitin en la Casa Blanca y la marcha en la avenida de la Constitución fueron calculados cuidadosamente para que la llegada de los matones fascistas coincidiera con la primera hora de la sesión conjunta del Congreso en la que se realizaba una ceremonia de recuento de votos electorales. Los atacantes atravesaron los “cordones” policiales sin enfrentar la menor resistencia, irrumpieron en el Capitolio y detuvieron los procedimientos a la fuerza.
Los eventos fácilmente pudieron haber tomado un giro mucho más sangriento; algunos de los invasores estaban armados y algunos de los arrestados tenían amarras plásticas para inmovilizar a los senadores y diputados como potenciales víctimas de secuestro o rehenes.
El gobernador republicano de Maryland, Larry Hogan, un fuerte oponente de Trump, reveló en detalle cuán cerca estuvieron la Cámara de Representantes y el Senado del desastre. Dijo en una rueda de prensa el jueves que había hablado con los líderes del Senado y la Cámara de Representantes cuando estaban amontonados en un sótano del edificio del Capitolio:
“De hecho, conversé en el teléfono con el líder [de la Cámara de Representantes, Steny] Hoyer, quien nos estaba suplicando que enviáramos a la Guardia [Nacional]. Estaba gritándole a Schumer al otro lado del cuarto y estaban discutiendo que tenemos la autorización de hacerlo y yo dije, ‘Les digo que no tengo la autorización’”.
Hogan le explicó a Hoyer y Schumer que el Pentágono le había negado a Hogan la solicitud de desplegar la Guardia Nacional del estado en Washington DC. El encargado de la guardia en Maryland “seguía inquiriendo al nivel superior y no tenemos autorización”, les dijo Hogan a los dirigentes del Congreso.
Aproximadamente dos horas después, Hogan dijo que había recibido una llamada “de la nada, que no provenía del secretario de Defensa ni a través de los canales normales”, sino de Ryan McCarthy, secretario del Ejército, aprobando la solicitud del despliegue. Varios reportes separados indican que el Ejército solo aceptó desplegar la Guardia Nacional después de hablar con el vicepresidente Mike Pence, no con Trump, el supuesto comandante en jefe.
Varios líderes republicanos hicieron eco de las mentiras de Trump de que hubo un fraude electoral masivo y el embarazo de urnas, las cuales fueron convertidas en una cubierta política para el asalto contra la capital. La escenificación de objeciones a los votos del Colegio Electoral de los estados disputados tenía la intensión de legitimar la supresión violenta de la certificación del resultado electoral en el Congreso.
Además de los colaboradores directos en la intentona golpista, el líder de la mayoría en el Senado, Mitch McConnell, y el líder de la minoría en la Cámara de Representantes, Kevin McCarthy —los congresistas líderes republicanos— desempeñaron un papel crítico en permitir la negativa sin precedentes de Trump a conceder el resultado de la elección, un resultado que ya era claro a pocos días después de la votación del 3 de noviembre, después de que se completó el conteo de las papeletas. Dieron su aval de la legitimidad de las acusaciones de fraude electoral.
Surgen otras interrogantes sobre el alcance del apoyo al golpe dentro de sectores de los aparatos militar, de inteligencia y estatal.
En primer lugar, la policía del Capitolio permitió claramente que las hordas fascistas invadieran las instalaciones, se tomaron fotografías amistosas con los insurrectos y quitaron ciertas barreras para facilitar la entrada de los fascistas.
En segundo lugar, como lo indicaron las declaraciones del gobernador Hogan, el Pentágono rechazó inicialmente la solicitud de enviar tropas de la Guardia Nacional al Capitolio. (En el Distrito de Columbia, que es un territorio federal y no estatal, estas tropas son dirigidas por el secretario del Ejército). No fue hasta después de que la exagente de la CIA y exoficial del Pentágono, Elissa Slotkin, quien ahora es una congresista demócrata, contactó por celular al general Mark Milley, presidente del Estado Mayor Conjunto, que el Pentágono entró en acción y desplegó 1.100 soldados.
En tercer lugar, aquellos que invadieron el Capitolio incluyen elementos de los Proud Boys, Oathkeepers y simpatizantes de a teoría conspirativa fascistizante QAnon. Estos grupos —a los que Trump ordenó “retroceder y esperar” antes de las elecciones— tienen representantes directos en el Congreso como Marjorie Taylor Greene, la nueva legisladora elegida de Georgia, una simpatizante de QAnon, y Lauren Boebert de Colorado, una activista defensora de los derechos de tenencia de armas que pidió portar armas de fuego en el Capitolio.
En su conferencia de prensa el jueves, la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, exigió una “rendición de cuentas” a los republicanos en el Congreso que promovieron teorías conspirativas que inspiraron el ataque, declarando que “abdicaron de su juramento al cargo” y estaban “habilitando al presidente”. La realidad es que las acusaciones de conspiración para derrocar el Gobierno podrían y deberían ser presentadas contra una mayoría de los congresistas republicanos. Deberían ser investigados, sometidos a cargos y expulsados.
Tanto Pelosi como Biden, en ruedas de prensa separadas el jueves, intentaron disimular el significado político más amplio del intento de golpe, atribuyéndolo únicamente al papel personal de Trump en incitar la violencia. Ambos dirigentes demócratas describieron a Trump como una herramienta del presidente ruso Vladimir Putin, como si la amenaza a la democracia estadounidense viniera de Moscú y no de fascistas nacionales.
Este es un intento descarado de desviar la ira popular hacia un enemigo externo, a pesar de que Rusia no tiene nada que ver con lo ocurrido el 6 de enero. Sigue la orientación del Partido Demócrata desde que Trump llegó al poder, buscando desviar toda la oposición en una dirección derechista basada en diferencias de política exterior, particularmente en relación con Siria y Rusia.
Los trabajadores deben exigir audiencias exhaustivas y públicas en el Congreso, realizadas en televisión nacional para exponer cada aspecto del golpe de Estado. Estas audiencias necesitan comenzar inmediatamente y deben incluir la interrogación del ya casi expresidente y todos sus principales asesores, así como los líderes republicanos que instigaron el golpe de Estado en el Congreso.
Pero el Partido Demócrata, tanto en el Congreso como en el Gobierno entrante de Biden, se opone inflexiblemente a cualquier investigación seria y detallada de los eventos del 6 de enero, una investigación que alerte el pueblo estadounidense sobre los peligros cada vez mayores de las conspiraciones fascistas en EE.UU.
Estas conspiraciones continúan. Pretenden suprimir a la fuerza la oposición de la clase obrera a la desigualdad social y a la política asesina de “inmunidad colectiva” de la clase gobernante. La defensa de los derechos democráticos en Estados Unidos exige la movilización de la clase obrera, organizada políticamente y armada con una perspectiva socialista.
(Artículo publicado originalmente en inglés el 7 de enero de 2021)