El filme Siete días en mayo, basado en la exitosa novela del mismo nombre publicada en 1962, ofrece un relato ficticio de un intento de golpe militar en Estados Unidos. El libro fue inspirado por los complots y conflictos dentro del Estado durante el Gobierno de John F. Kennedy, quien fue asesinado antes del lanzamiento de la película. Antes de su asesinato, Kennedy, quien estaba bastante preocupado por la lealtad del ejército en ese momento, respaldó la producción del filme frente a la oposición del Pentágono y coordinó para que su director, John Frankenheimer, grabara escenas fuera de la Casa Blanca.
Una versión moderna del filme podría lanzarse llamada Ciento noventa y nueve minutos en enero. Según el testimonio el miércoles ante el Senado del comandante de la Guardia Nacional en Washington D.C., William Walker, este fue el periodo de tiempo entre su solicitud inicial al alto mando militar para el despliegue de tropas de la Guardia Nacional el 6 de enero de 2021 y su aprobación.
Walker dijo a los comités de Reglas y Seguridad Nacional del Senado que pidió a los altos mandos del Ejército la aprobación para desplegar a la Guardia Nacional a la 1:49 p.m., cuando los insurrectos fascistas se acercaban al edificio del Capitolio. Sin embargo, no recibió la autorización del secretario de Defensa en funciones, Christopher Miller, hasta las 5:08 p.m., es decir, tres horas y 19 minutos después.
Las supuestas explicaciones para el retraso de 199 minutos, en la medida en que se han proporcionado, son más que absurdas. Walker testificó que el mando del Ejército le dijo, en palabras de Walker, que “no sería el mejor consejo desde el punto de vista militar enviar guardias uniformados al Capitolio porque no les gustaba como la imagen”. También dijeron que no querían “enardecer” a los manifestantes. Como si alguien pudiera creer que a los militares les preocupa su “imagen”. El propio Walker señaló, en respuesta a una pregunta sobre si la “imagen” fue alguna vez un factor durante las protestas por la violencia policial, que “nunca se discutió” durante el verano, cuando la Guardia Nacional fue movilizada repetidamente “en cuestión de minutos”.
Consideremos lo que realmente ocurrió. Durante tres horas y diecinueve minutos, el Pentágono, el Estado Mayor Conjunto y los oficiales militares de alto nivel estuvieron viendo en CNN o desde sus centros de mando cómo se desarrollaba el asalto al Capitolio. Se trata de individuos que están entrenados y realizan simulacros sobre cómo responder a ataques nucleares y de otro tipo en cuestión de minutos. Nadie puede creer seriamente que los oficiales militares mirando estos acontecimientos, incluso si no contaban con algún aviso previo de la insurrección del 6 de enero, no tenían la capacidad de convocar una reunión de emergencia para revisar y desplegar inmediatamente todas las fuerzas disponibles en el área de Washington, D.C.
Pensar que los militares no han elaborado innumerables escenarios para este tipo de operaciones es más que ingenuo. Hace veinte años que se creó el “Departamento de Seguridad Nacional” tras los atentados del 11 de septiembre, supuestamente para responder a las amenazas dentro de Estados Unidos. También hay que recordar la respuesta al atentado de la maratón de Boston en 2013, bajo la Administración de Obama, cuando se desplegaron miles de tropas de la Guardia Nacional, armadas con armas automáticas y vehículos blindados, para poner a Boston y las comunidades circundantes efectivamente bajo la ley marcial.
Además, los acontecimientos del 6 de enero no fueron para nada una sorpresa. Durante los meses anteriores a la insurrección, estaba en marcha una crisis política durante la cual el presidente de los Estados Unidos dejó en claro que no aceptaría un traspaso pacífico del poder. Las agencias de inteligencia y los militares estaban al tanto de los planes y amenazas que apuntaban a la fecha del 6 de enero, en particular.
Más bien, se tomó una decisión de no actuar como se implementó una estrategia política definida. Durante más de tres horas, los grupos fascistas tuvieron prácticamente una libertad completa de acción en el edificio del Capitolio. Los elementos entrenados militarmente que formaban parte de la turba sabían que se les estaba dando tiempo para buscar rehenes entre los senadores y representantes.
Trump, mientras tanto, estaba preparado para declarar un estado de emergencia, que habría servido para cerrar el Congreso. Esto habría retrasado indefinidamente la certificación formal de la victoria electoral de Joe Biden, un retraso que contaba con el apoyo de los cómplices de Trump en el Partido Republicano. Habrían seguido negociaciones con los demócratas para llegar a una “concesión”, que tal vez hubiera implicado devolverles a las asambleas legislativas estatales, controladas por republicanos, los votos electorales de los estados en disputa, lo que hubiera dado lugar a la continuación de la Presidencia de Trump. Los demócratas aceptaron una “concesión” de este tipo en 2000, cuando permitieron el robo de las elecciones mediante la intervención de la Corte Suprema.
Al final, el 6 de enero, los militares no intervinieron hasta cuando era evidente que la operación no había logrado sus objetivos, y cuando cualquier otro retraso habría implicado de manera obvia a los conspiradores entre bastidores. No fue hasta las 5:40 p.m., más de media hora después de que se diera el permiso formal para desplegar la Guardia Nacional de D.C., que 154 efectivos de la Guardia Nacional llegaron al recinto del Capitolio para ayudarle a la Policía del Capitolio a despejar el edificio. En la retención participaron figuras de alto nivel dentro del Departamento de Defensa y del ejército, algunas de las cuales quienes fueron nombradas recientemente por Trump. Esto incluye a Miller, quien fue nombrado por Trump como secretario de Defensa en funciones el 9 de noviembre de 2020, seis días después de las elecciones. Miller, un ex “boina verde” de las fuerzas especiales estadounidenses, fue anteriormente director del Centro Nacional Antiterrorista.
La llamada de Walker a la 1:49 p.m. fue con los principales generales del Ejército de Estados Unidos. Los participantes de la llamada incluyeron al teniente general Walter Piatt, quien sigue siendo el director del Estado Mayor del Ejército. Piatt fue anteriormente el comandante general de la 10ª División de Montaña del Ejército de los Estados Unidos en Fort Drum y el comandante general adjunto del Ejército de los Estados Unidos en Europa.
También estuvo presente el teniente general Charles Flynn, jefe adjunto del Estado Mayor para operaciones, planificación y entrenamiento del Ejército. Flynn es el hermano menor del teniente general Michael Flynn, uno de los principales cómplices de Trump que lo había instado a declarar la ley marcial en respuesta a su derrota electoral. El Ejército mintió inicialmente sobre la presencia del menor de los Flynn en la llamada, antes de verse obligado a reconocer que había participado. El 25 de enero, tres semanas después de la insurrección fascista, el Departamento de Defensa anunció que Flynn había sido trasladado al mando del Ejército de Estados Unidos en el Pacífico, en Honolulu.
La historia completa de las discusiones en el seno del Ejército está aún por salir a la luz. Sin embargo, hubo al menos una reunión en la que participaron el jefe del Estado Mayor Conjunto, el general Mark Milley, con Miller y el secretario del Ejército, Ryan McCarthy, a las 2:30 p.m. —es decir, unos 40 minutos después de la solicitud inicial de despliegue de la Guardia Nacional— para discutir la respuesta de los militares. Según el calendario oficial del Departamento de Defensa, Milley también se reunió con Miller en la mañana del 6 de enero para revisar los planes de contingencia del Departamento de Defensa para ese día.
Cabe recordar que Milley, quien sigue siendo el máximo jefe militar de EE.UU., estuvo junto a Trump el 1 de junio para la sesión de fotos en el parque Lafayette después del violento ataque a los manifestantes pacíficos por parte de la policía federal, y después del discurso de Trump en la rosaleda de la Casa Blanca en el que amenazó con declarar la Ley de Insurrecciones para desplegar a los militares en todo el país. Es decir, Milley marchó junto a Trump durante el primer intento de golpe de Estado.
En un indicio más de la planificación de alto nivel para el 6 de enero, Walker testificó que recibió dos memorandos del Departamento de Defensa, uno el 4 de enero y otro el 5 de enero, que limitaban su capacidad de desplegar fuerzas sin autorización explícita. El primer memorando, declaró Walker, “me obligaba a pedir autorización al secretario del Ejército y al secretario de Defensa incluso para proteger a mis guardias”.
Si los hechos documentados por Walker hubieran ocurrido en cualquier otro país, se considerarían correctamente como un intento de golpe de Estado militar. El testimonio de Walker, sin embargo, ha sido en gran medida ignorado y minimizado por la prensa.
El New York Times enterró su informe sobre las audiencias en su edición impresa del jueves en la página 17. La página editorial del periódico no ha comentado sobre las revelaciones. El Times, el principal vocero del Partido Demócrata, dedica mucho más tiempo a su absurda cacería de brujas sexual que al intento de derrocar el régimen constitucional en Estados Unidos.
El Washington Post publicó un editorial en el que apuntó a “la falta de una buena explicación de por qué, a pesar de las frenéticas y repetidas peticiones de los funcionarios en el lugar de los hechos, así como de la transmisión en vivo del caos por televisión, el Departamento de Defensa se demoró en enviar ayuda”. Concluyó con un suave llamamiento para que “el Congreso nombre una comisión bipartidista para investigar los acontecimientos del 6 de enero”.
El llamamiento a una investigación conjunta sobre los sucesos del 6 de enero, que también fue hecho por la presidenta demócrata de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, solo garantiza que no habrá una investigación, ya que incluiría al partido que participó en la conspiración.
Mientras buscan adormecer la opinión pública, los demócratas tomaron el jueves la extraordinaria medida de cancelar las sesiones de la Cámara de Representantes de EE.UU. en respuesta a informes sobre posibles protestas de grupos fascistas. Biden, por su parte, ha retrasado el tradicional discurso anual ante ambas cámaras del Congreso, que los nuevos presidentes suelen hacer en febrero. La preocupación no es principalmente por los manifestantes de derechas, que representan en este momento una fuerza intrascendente, sino por las conspiraciones continuas dentro de las más altas esferas del Estado.
Ninguna investigación llevada a cabo bajo los auspicios del Partido Demócrata servirá para desenmascarar a las fuerzas implicadas en la conspiración. Como partido de Wall Street y de los propios militares, los demócratas están aterrorizados por las consecuencias políticas y sociales de las revelaciones que emerjan.
Los ciento noventa y nueve minutos del 6 de enero son una advertencia. Por más grave que haya sido el hecho mismo, la respuesta no ha sido menos significativa. Los derechos democráticos no pueden dejarse en manos de ninguna facción de la clase dominante ni de sus representantes políticos. La clase obrera no puede seguir sin prepararse para la siguiente etapa. Debe organizarse de forma independiente, sobre la base de su propio programa, en oposición al sistema capitalista.
(Artículo publicado originalmente en inglés el 5 de marzo de 2021)