Hoy se cumple un año desde que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró el brote de COVID-19 como una pandemia global.
El director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus publicó la declaración el 11 de marzo de 2020, cuando se reportaban 118.000 casos y 4.291 muertes en 14 países. “La OMS ha estado evaluando este brote ininterrumpidamente”, dijo, “y estamos sumamente preocupados tanto por los niveles alarmantes de propagación y su severidad como por los niveles alarmantes de inacción”. Repitió los llamados a que “los países tomen acciones urgentes y agresivas. Hemos sonado la campana alto y claro”.
Con pocas excepciones, siendo la más notable la de China, los Gobiernos de los principales países capitalistas rechazaron las advertencias de los científicos. No tomaron medidas agresivas ni acataron las alarmas. A lo largo de los últimos 12 meses, la cifra de casos globales aumentó de 118.000 a 118 millones. Las muertes ascendieron de 4.000 a 2,6 millones, incluyendo 540.000 en EE.UU., 270.000 en Brasil, 191.000 en México, 158.000 en India, 125.000 en Reino Unido y 100.000 en Italia.
El impacto económico en la clase obrera ha sido devastador. La Organización Internacional del Trabajo estima que el mundo perdió el equivalente a 255 millones de empleos en 2020, casi cuatro veces el impacto de la crisis financiera global de 2009. Barrió con incontables pequeños negocios. La vida cultural se ha visto devastada en todo el mundo.
El presidente estadounidense Joe Biden pronunciará un discurso televisado en horario de mayor audiencia para conmemorar el primer aniversario de la pandemia. No cabe duda de que pronunciará las obligatorias pero insinceras palabras sobre la trágica pérdida de vidas en los últimos doce meses, pero sin examinar seriamente por qué ocurrió esta catástrofe y por qué perdura. Según los oficiales de la Casa Blanca, hablará sobre el regreso de “un sentido de normalidad”.
Pero no habrá ningún regreso a la “normalidad”. La respuesta global a la pandemia de COVID-19 es una condena devastadora tanto para las acciones de los Gobiernos individuales como para todo el orden social y económico basado en el capitalismo. Tendrá consecuencias de máximo alcance y revolucionarias.
El impacto de la pandemia es el producto de las decisiones de subordinar la vida humana a los intereses de la oligarquía corporativo-financiera. Las medidas urgentes de salud pública para salvar vidas se toparon en todo momento con la feroz oposición de las élites gobernantes capitalistas.
El período crítico de enero-marzo de 2020 se dedicó a la supresión sistemática de la información sobre el peligro que suponía. Solo después de que un número creciente de trabajadores en Estados Unidos y Europa se negara a entrar en las plantas automotrices y otros lugares inseguros de trabajo, se llevaron a cabo cierres limitados.
Estas acciones nunca formaron parte de ninguna estrategia seria y coordinada a nivel internacional. Más bien, las desordenadas respuestas nacionales y locales tenían como objetivo ganar tiempo para que la clase dominante implementara, por segunda vez desde 2008, un rescate masivo para los ricos. En Estados Unidos, la Reserva Federal inyectó 4 billones de dólares en los mercados, autorizados por la Ley CARES que fue aprobada con una abrumadora mayoría bipartidista a finales de marzo del año pasado. Los bancos centrales de todo el mundo adoptaron medidas similares.
Una vez asegurados los intereses de la clase dominante, los Gobiernos orquestaron una campaña coordinada para reabrir las fábricas y escuelas. La estrategia de “inmunidad colectiva”, iniciada en Suecia, se convirtió, en la práctica, en la política de toda la clase dominante. Bajo el lema de “la cura no puede ser peor que la enfermedad”, se eliminaron sistemáticamente las medidas más básicas para detener la propagación del virus.
Mientras millones de personas contraían el virus, los mercados financieros celebraban la más rápida subida del valor de las acciones de la historia. Una cifra resume la dinámica social: desde el comienzo de la pandemia, hace un año, los milmillonarios estadounidenses han aumentado su riqueza en 1,4 billones de dólares. Una nueva capa de “logreros de la pandemia” prosperó en medio de la muerte y el sufrimiento.
Un año después de la declaración oficial de pandemia, el COVID-19 sigue haciendo estragos en todo el mundo. Incluso con la producción inicial de las vacunas, su distribución caótica, obstaculizada por los intereses de los Estados nación rivales, se convierte en sí misma en un factor de la crisis. Solo el 4 por ciento de la población mundial ha recibido siquiera una dosis de la vacuna, e incluso en muchos de los países más desarrollados, el porcentaje de la población que ha sido completamente vacunada sigue siendo de un solo dígito.
En Alemania, el supuesto modelo de eficiencia capitalista, solo el 3,1 por ciento de la población está totalmente vacunada, en España y Francia el 3,0 por ciento, en Italia el 2,9 por ciento y en Canadá el 1,6 por ciento.
A pesar de las advertencias de un nuevo rebrote impulsado por variantes más contagiosas, los Gobiernos de todo el mundo están abandonando todas las medidas restantes para contener la pandemia. Ayer, el estado norteamericano de Texas eliminó todas las restricciones a la actividad económica, mientras que el Gobierno de Biden encabeza la campaña para reabrir las escuelas lo antes posible.
La refutación más contundente para las afirmaciones de que no se podía haber hecho nada es el registro del World Socialist Web Site. Basándose en la información disponible públicamente, el WSWS, el órgano del Comité Internacional de la Cuarta Internacional, emitió una serie de declaraciones hace un año advirtiendo de lo que iba a ocurrir y elaborando la respuesta programática necesaria.
El 13 de marzo, dos días después de la declaración oficial de pandemia, el WSWS acusó la respuesta de la clase dominante. “Se perdió tiempo valioso mientras la pandemia mundial cobraba un impulso fatal”. Insistiendo en que “las necesidades de los trabajadores del mundo deben tener prioridad absoluta e incondicional ante todas las consideraciones de las ganancias corporativas y la acumulación de la riqueza privada”, el WSWS exigió medidas de emergencia, incluyendo una movilización internacionalmente coordinada de recursos sociales y el cierre de la producción no esencial, con ingresos completos para todos los trabajadores.
Si estas políticas se hubieran aplicado, se podrían haber salvado innumerables vidas.
La lucha contra la pandemia nunca fue únicamente una cuestión médica. La contención de la pandemia no puede lograrse al margen de la lucha contra el sistema capitalista.
Como toda crisis de este tipo, la pandemia ha alterado profundamente toda la situación política. Ha acelerado enormemente la profunda decadencia de las formas democráticas de gobierno. El crecimiento del fascismo a nivel internacional está directamente relacionado con la política homicida de las élites gobernantes. La insurrección del 6 de enero en Washington no solo fue el producto nocivo de Trump y sus cómplices, sino de la realidad del dominio de clase.
Al enfrentarse a una enorme crisis social en el país y a la creciente ira de la clase trabajadora, la clase dominante está optando cada vez más abiertamente por una salida a través de un conflicto militar. En sus dos primeros meses en el poder, la Administración de Biden ha hecho una prioridad central la intensificación de sus provocaciones agresivas en Oriente Próximo y en contra de Rusia y China.
Todas las instituciones oficiales de la sociedad capitalista han quedado expuestas. Los Gobiernos, ya sean de extrema derecha o supuestamente de “izquierda”, han adoptado la misma política fundamental. En Estados Unidos, no ha habido ni una sola audiencia en el Congreso o siquiera una investigación seria en los medios de comunicación sobre las causas de la catástrofe ni sobre los responsables. Los sindicatos corporativistas, en realidad instrumentos de la patronal, han hecho todo lo posible para suprimir la oposición e imponer la política de la clase dominante.
Al igual que con la Primera Guerra Mundial, la pandemia está generando una profunda radicalización social y política de toda una generación de trabajadores y jóvenes. Incluso cuando Biden proclama el regreso a la “normalidad”, hay una creciente oposición entre los educadores a los esfuerzos por reabrir las escuelas, y en toda la clase trabajadora a la política homicida que la clase dominante insiste en continuar.
Y por desastrosa que sea la pandemia, presagia otras crisis aún más profundas –el cambio climático, pandemias aún peores y más mortíferas, la amenaza de una guerra nuclear— que emanan de las mismas causas fundamentales que llevaron al fracaso en la contención de la pandemia.
La pandemia demuestra la necesidad de la abolición del sistema de Estados nación capitalistas. Demuestra que la defensa de los intereses más vitales de la sociedad es inseparable de la expropiación de la oligarquía financiera y del fin de la propiedad privada de los medios de producción. Pone de manifiesto la urgente necesidad de una economía mundial gestionada científicamente, organizada racionalmente y controlada democráticamente.
La lucha por el socialismo es una lucha mundial por una sociedad que anteponga la vida a las ganancias, las necesidades humanas a la riqueza de los oligarcas y la colaboración internacional a los conflictos nacionales.
(Artículo publicado originalmente en inglés el 11 de marzo de 2021)