Daniel Ellsberg, el estratega nuclear estadounidense que filtró los documentos del Pentágono, ha publicado documentos clasificados que dejan en claro que los generales estadounidenses abogaron agresivamente por un ataque nuclear contra ciudades chinas en 1958.
A fin de mantener control de dos diminutas islas, Quemoy y Matsu, a pocos kilómetros de la costa china, el Estado Mayor Conjunto de EE.UU. preparó ataques nucleares contra importantes ciudades chinas, incluyendo Shanghái, y aceptó las consecuencias de represalias nucleares por parte de la Unión Soviética contra Taiwán, Japón y Estados Unidos, que hubieran resultado en millones de muertes.
Estos documentos son tan explosivos que el Gobierno estadounidense buscó mantenerlos ocultos por seis décadas. Tan solo se filtraron porque Ellsberg —quien los copió junto a los documentos del Pentágono que exponían los motivos detrás de la guerra estadounidense en Vietnam— decidió hacerlos públicos bajo peligro de ser enjuiciado según la Ley de Espionaje.
Durante la segunda crisis del estrecho de Taiwán en 1958, los planificadores de guerra del Pentágono consideraban que los islotes de Quemoy y Matsu, a pocos kilómetros de la costa china, no eran defendibles con armas convencionales. “Toda la cúpula militar asumía cada vez más que se utilizarían armas nucleares en caso de hostilidades”, señalan los documentos publicados por Ellsberg.
“Las armas atómicas serían empleadas por Estados Unidos y probablemente por el enemigo”, indicaron los planeadores del Pentágono, “y se concedería la autoridad para atacar objetivos en China continental”.
Habría “atacas con armas nucleares de ambos bandos” con base en la premisa de que “el uso de armas atómicas era inevitable”.
El alto mando militar de EE.UU. abogó agresivamente por el uso inmediato de armas nucleares contra una ofensiva china contra las islas, mientras afirmaba que los objetivos bélicos estadounidenses incluirían “la destrucción de la China comunista para hacer guerra”.
Estados Unidos “no tendría ninguna alternativa excepto realizar ataques nucleares profundamente dentro del territorio chino, tan norte como Shanghái”, declararon los planificadores militares. “Casi con certeza, involucraría una represalia nuclear contra Taiwán y posiblemente contra Okinawa” en Japón, así como potencialmente contra EE.UU. continental.
Los combates de 1958 entre Taiwán y China eran una continuación de la guerra civil china que llevó al Partido Comunista Chino al poder en 1949 y obligó al Kuomintang, bajo Chiang Kai-shek, a escapar Taiwán.
Estados Unidos nunca se reconcilió con la “pérdida” de China por la Revolución china, lo que fue visto como un golpe devastador para el dominio global de EE.UU.
Con el respaldo de EE.UU., los nacionalistas establecieron una dictadura en Taiwán, planearon volver a invadir el continente y siguieron reclamando su soberanía sobre toda China. Los reclamos territoriales de Taipéi recibieron el reconocimiento como tal de Washington, y el régimen taiwanés incluso se quedó con el asiento de China en el Consejo de Seguridad de la ONU, incluso con el poder de veto.
La primera y la segunda crisis del Estrecho de Taiwán tuvieron lugar solo uno y cinco años, respectivamente, después del final de la Guerra de Corea, que fue lanzada por Estados Unidos y su Estado títere en Corea del Sur en un esfuerzo por derrocar al Gobierno de Pyongyang, alineado con la Unión Soviética, mientras amenazaba a Beijing. Una vez que las tropas chinas acudieron a ayudar a Corea del Norte, el general Douglas MacArthur abogó por el lanzamiento de bombas atómicas sobre China, lo que solo se evitó cuando fue destituido como comandante en jefe de EE.UU. en Corea.
Finalmente, los planes estadounidenses de una guerra nuclear contra China en 1958 no llegaron a ponerse en práctica porque China desistió de sus intentos de recuperar los islotes controlados por la dictadura del Kuomintang en Taiwán, apoyada por Estados Unidos.
Comentando lo que contienen los documentos, Ellsberg observó,
“Se dice que Christian Herter, que sucedió a John Foster Dulles como secretario de Estado, dijo más tarde: 'La crisis de los misiles de Cuba se describe a menudo como la primera crisis nuclear seria; los que vivimos la crisis de Quemoy la consideramos definitivamente como la primera crisis nuclear seria'”.
A pesar de la naturaleza explosiva y altamente significativa de los documentos, la prensa estadounidense no se ha hecho eco de ellos, con la excepción del artículo del New York Times en el que Ellsberg explicó por qué los publicó.
Ellsberg ha publicado estos documentos de 63 años de antigüedad como una advertencia. A medida que Estados Unidos avanza en el fortalecimiento de los lazos con Taiwán y en el reconocimiento de facto de la independencia taiwanesa —el montaje geopolítico que creó la segunda crisis del estrecho de Taiwán—, debe deducirse inevitablemente que Estados Unidos se está preparando una vez más para librar una guerra nuclear con China.
Observando el carácter “superficial” e “imprudente” de las discusiones de 1958 sobre el uso de armas nucleares sobre Quemoy y Matsu, Ellsberg advirtió: “No creo que los participantes fueran más estúpidos o irreflexivos que aquellos desde entonces o en el gabinete actual”.
En otras palabras, la misma mentalidad asesina que llevó a los Jefes de Estado Mayor en 1958 a exigir que el presidente Dwight D. Eisenhower autorizara una represalia nuclear inmediata contra un asalto convencional de China a unos diminutos islotes de su costa prevalece hoy en día en los altos mandos, cuyas ansias por probar las nuevas armas nucleares “tácticas” que disponen son aún mayores en la actualidad.
En marzo, el almirante de la Armada Philip Davidson, jefe del Mando Indo-Pacífico, dijo que la fecha de un conflicto de EE.UU. con China por el estrecho de Taiwán “se producirá en esta década, de hecho, en los próximos seis años”.
“Debemos estar absolutamente preparados para combatir y ganar en caso de que la competencia se convierta en conflicto”, dijo Davidson.
En los meses transcurridos desde la toma de posesión de Joe Biden, Estados Unidos ha llevado a cabo el cambio más radical en su relación con Taiwán desde la adopción de la política de una Sola China en 1978.
Biden es el primer presidente estadounidense desde 1978 que recibe al embajador de Taiwán en su toma de posesión. El mes pasado, la Casa Blanca anunció que pondría fin a las limitaciones de los contactos oficiales entre ambos Gobiernos, algo que los comentaristas consideraron el fin efectivo de la política de una Sola China.
En febrero, Biden convocó a un grupo de funcionarios de defensa para reevaluar la política estadounidense hacia China, Tiene hasta el próximo mes para emitir sus conclusiones. Se especula con la posibilidad de que el Gobierno de Biden abandone formalmente la política estadounidense de décadas conocida como “ambigüedad estratégica” en relación con Taiwán, la posición que ha sustentado la política de una Sola China.
Al establecer relaciones diplomáticas con China en 1979, Washington aceptó de facto a Beijing como el Gobierno legítimo de toda China, incluido Taiwán, al tiempo que sugería que podría acudir en ayuda de Taiwán en caso de una guerra con China. Si se sustituye la “ambigüedad estratégica” por una promesa explícita de defender Taiwán en un conflicto con China, solo se alentará a Taiwán a declarar la independencia formal de China, una medida a la que Beijing ha declarado que se opondría con acciones militares.
En otras palabras, al socavar la política de una Sola China y alentar el separatismo taiwanés, Washington está creando las condiciones para una guerra entre Estados Unidos y China, las dos mayores potencias económicas mundiales.
Estados Unidos ha abandonado el tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INF, por sus siglas en inglés) y mantiene conversaciones activas con los Gobiernos de Taiwán y Japón sobre el emplazamiento de armas ofensivas capaces de alcanzar China continental.
Para financiar su “Iniciativa de Disuasión en el Pacífico”, el Pentágono ha solicitado que se duplique su presupuesto para la región Indo-Pacífica, mientras que la Administración Biden ha propuesto el mayor presupuesto militar de la historia de Estados Unidos.
Pero las guerras no se libran sólo con armas. Debe haber un casus belli, una justificación para venderle una guerra depredadora al público. Los medios de comunicación y la clase política de Estados Unidos están ocupados fabricando un casus belli, centrado actualmente en la afirmación de que el COVID-19 es un arma biológica fabricada por China.
El año pasado, el asesor comercial de la Administración de Trump, Peter Navarro, autor de un libro de 2006 titulado Las próximas guerras de China, denunció que el COVID-19 es un “virus armado” que fue “engendrado” por el Partido Comunista Chino.
Como advirtió en su momento el World Socialist Web Site,
Estas acusaciones tienen una lógica definida. Si el Gobierno chino permitió y fomentó deliberadamente que el coronavirus infectara a Estados Unidos y Europa, se trataría de un acto de guerra biológica que va mucho más allá de los ataques terroristas del 11 de septiembre. Significaría que China ha llevado a cabo un acto de guerra contra Estados Unidos.
Con una imprudencia sin límites, para justificar su propia indiferencia criminal hacia la vida de millones de personas, la Administración de Trump está preparando una situación que puede hacer inevitable un enfrentamiento militar con China.
En su momento, esta teoría conspirativa, sin base científica alguna, fue rechazada por importantes sectores del Partido Demócrata y por los principales medios de comunicación. Pero en la última semana, la teoría de la conspiración del Laboratorio de Wuhan ha sido abiertamente abrazada por todas las cadenas de noticias, la Casa Blanca e incluso el Dr. Anthony Fauci, que anteriormente la la había condenado. El lunes, Fauci declaró: “No estoy convencido” de un origen natural de la enfermedad.
Bajo la Administración de Trump, el imperialismo estadounidense llevó a cabo una reorientación estratégica de su política militar. El Pentágono declaró que “la competencia entre las grandes potencias —no el terrorismo— es ahora el objetivo principal de la seguridad nacional de EEUU.”. La Casa Blanca de Trump abandonó el tratado de fuerzas nucleares de alcance intermedio y comenzó a “desvincular” la economía estadounidense de China.
Biden ha intensificado esta escalada hacia un conflicto con China, con el secretario de Estado, Antony Blinken declarando que “China es el único país con el poder económico, diplomático, militar y tecnológico para desafiar a Estados Unidos”.
Los planes de guerra de Washington contra China tienen su origen en la crisis de décadas del imperialismo estadounidense. Con su participación en la producción económica mundial disminuyendo año tras año, Estados Unidos ve la fuerza militar y la intimidación como el único medio de asegurar su supremacía mundial. El uso de la fuerza militar contra China — incluyendo las armas nucleares— está integrado en la lógica de la geopolítica capitalista.
Pero esto no significa que la guerra sea inevitable. En 1917, tras cuatro años de matanzas que provocaron la muerte de más de 20 millones de personas, la clase obrera de Rusia intervino para detener la Primera Guerra Mundial derrocando la autocracia zarista y el orden capitalista que defendía.
Esta es, una vez más, la única alternativa a una nueva y mucho más catastrófica guerra mundial. Si se quiere evitar la guerra, la clase obrera debe intervenir sobre la base de un programa socialista destinado a unir sus fuerzas en todo el mundo en una lucha para poner fin al capitalismo.
(Publicado originalmente en inglés el 25 de mayo de 2021)